Con seguridad, aquellos que de un modo u otro mediamos entre la literatura y los niños, entre la literatura y los jóvenes, tenemos la necesidad de leer, de pensar estrategias de lectura, de construir y cocrear con los chicos un estante propio, un canon único.
Pero creo que también nos hace falta pensar la palabra humana como un contacto privilegiado con el mundo.
Lo primero que debiéramos enseñarle a un niño es a honrar orgullosamente su lengua materna.
Y cuando hablo de lengua materna no me refiero tan solo al español, al aimará, al quechua, al guaraní, al portugués…
Nuestras lenguas maternas son nuestros linajes lingüísticos, la lengua hogareña, la lengua que se cocinó en la ollas de nuestras casas. Porque no hay una solo español ni un solo guaraní; porque cada casa, cada barrio, cada madre es un dialecto.
Es urgente desandar el autoritarismo a la hora de pensar el lenguaje en la educación.
Respetar la voz que el niño trae y enseñarle a que la ame es el primer paso para luego acrecentarla, desplegarla, hacerla lucir.
No es mancillando la palabra que lo hizo crecer como vamos a unirlo al caudal del lenguaje. Es, en cambio, celebrando ese puñadito de conceptos que trae en el fondo del bolsillo como podemos otorgarle voz, y que su voz sea un camino.
Ilustración de Goro Fujita.